martes, 2 de febrero de 2010

Historia de una noche

Un grupo de jóvenes entró en una famosa discoteca de la ciudad. Eran realmente numerosos, tanto que casi colmaban el aforo total del local. El motivo de este relato es dejar constancia escrita de los hechos que allí acontecieron, y para ello trataremos de expresar con el máximo rigor y exactitud los detalles de este suceso.
La parte superior del local, que se disponía en forma de ´L´, quedaba fragmentada en dos ámbitos separados por un pequeño muro de hormigón. Nos centramos en ese lugar, donde con más voluntad que acierto, fue colocada una máquina expendedora de objetos, a fin de cubrir el pequeño muro de hormigón. Bajo nuestro punto de vista, el aparato quedaba ‘en medio’, por así decir, de la zona de baile.
No pretendemos justificar con esto el trato que posteriormente sufriría dicho aparato, pero si explicar el contexto en el cual sucedió el incidente.

Rondaban las tres de la madrugada cuando la máquina se interpuso en el campo visual de uno de los chicos, quien con un fuerte impulso de deseo hacia uno de los artículos que esta ofrecía -unas gafas de sol rojas modelo años ochenta-, se dispuso a realizar el ingreso del valor de las mismas.
Hay que tener en cuenta el hecho de que este chico, al cual a partir de ahora llamaremos el chico de las gafas, tiene pocos conocimientos sobre el idioma en el que se expresaban las instrucciones a seguir para la adquisición de los diferentes artículos e interpretó mal las condiciones y el precio final.  La paciencia de este se agotó en el instante en que ingresó cuatro euros, viendo que las gafas no se movían de su lugar.

De repente, un objeto contundente apareció en la mano derecha del chico de las gafas, quien sin pensárselo dos veces, comenzó a golpear violentamente la ventana de vidrio que salvaguardaba el codiciado objeto. Fue al séptimo u octavo golpe, no podemos afirmarlo con exactitud, cuando finalmente la protección vítrea sucumbió en mil pedazos y las gafas fueron sustraídas. La expresión en ese momento del chico, era de total éxito y realización personal, aquella noche se iba a comer el mundo. Tal vez por avaricia, o simplemente por su alto estado de embriaguez, otras gafas fueron robadas siguiendo el mismo método aplicado anteriormente con éxito. La explosión de júbilo fue total, los flases de las cámaras no paraban de destellar, todo el mundo quería ser retratado con semejantes trofeos.

Un hecho que no hemos logrado recomponer con precisión fue el momento en que un segundo individuo, amigo del chico de las gafas, advirtió a este del peligro que conllevaría ser descubiertos como autores del violento acto, sugiriendo a este la posibilidad de abandonar el lugar inmediatamente. Al parecer este amigo, natural de un pequeño pueblo castellano, y por tanto ducho en el arte de la picaresca, había sido sorprendido arremetiendo contra una tercera ventana; consiguió sin embargo zafarse de la opresión de su delator -un simple camarero- y tuvo tiempo de advertir que el peligro era inminente. Sus esfuerzos por alejar de la zona cero a su querido compañero de batallas casi culminan con éxito. Se encontraban ya fuera de la discoteca justo en la zona previa a la entrada, donde la muchedumbre se agolpaba para fumar cigarrillos y comentar, por lo general, asuntos intranscendentes.
One, two, three, four, uno, dos, tres, cuatro, la música resonó como nunca en la cabeza del chico de las gafas, quien de súbito, dio media vuelta y volvió a entrar en el recinto, en un acto inconsciente y poco meditado.

Las luces se encendieron y todo el mundo empezó a desalojar. El chico de las gafas se paseaba inconscientemente por delante de los porteros con las mismísimas gafas puestas, que se convertirían instantes después –justo el tiempo que tardaron los trabajadores del lugar en dar testimonio de lo ocurrido - en la ‘prueba del delito’.

Uno de los porteros-gorila atrapó a nuestro protagonista, el cual, en ese momento no era consciente de la que se le venía encima. Mientras estaba siendo zarandeado e increpado con virulencia -por el tono de las palabras- tomó la decisión de hacerse el sueco y actuar como si no entendiese el motivo de ese trato tan hostil hacia su persona. De lo que el gorila le espetó, el chico de las gafas no entendió ni media palabra, de manera que le estaba resultando relativamente fácil poner cara de no saber nada del tema, algo que irritaba aun más al puerta que fue paulatinamente subiendo de tono. Lo llevó frente a la malograda máquina expendedora, con el fin de aportar una justificación gráfica de lo que estaba contando.
Pronto llegó la ayuda, varios intérpretes y testigos, quienes trataron de explicar a los dueños del negocio que este joven no había tocado la máquina aquella noche, mientras tanto el presunto ladrón estaba calladito a ratos, y a ratos balbuceando en un idioma combinación de inglés-español y alemán primitivo que seguramente ningún ser de este plantea podría descifrar.
Sin saberlo ni esperarlo varios agentes de las fuerzas de seguridad del estado aparecieron ante los ojos del chico de las gafas, quien ya comenzaba a calibrar la gravedad del asunto. Los intérpretes y amigos del presunto ladrón se esforzaban en convencer a los agentes para que creyeran su versión de los hechos, la cual no viene al caso por ser algo inexacta y ciertamente falsa. El bando defensor del acusado -que estaba formado por estudiantes de prestigiosas carreras universitarias y por tanto, en un principio, incapaces de encubrir un hecho tan deleznable y lamentable como el ocurrido-, parecía que tomaba ventaja en la batalla dialéctica frente a los gorilas de la discoteca, quienes no entendían mucho sobre debates y argumentaciones y solo querían un cabeza de turco que apechugara con lo acontecido. La policía finalmente creyó la versión que exculpaba al chico de las gafas y así se lo hicieron saber -esto parece que si lo entendió, esta vez, le convenía.
Salieron tras unos minutos, el aire fresco golpeaba en el rostro del acusado como una bofetada de libertad, mientras un agente le condujo dentro del coche patrulla. Imaginemos la escena a cámara lenta, decenas de curiosos, entre los que se encontraban amigos y conocidos, observando perplejos como se llevaban arrestado a uno de sus amigos. Cual delincuente y malhechor habitual le pusieron la mano sobre la nuca al introducirlo en el coche –de no haberlo hecho, no hubiera sido extraño verlo golpearse la cabeza, con semejante cogorza- Arrancaron y marcharon para comisaría.

Este edificio se encontraba a escasos cuarenta metros del lugar de los hechos, lo cual no deja de ser curioso. El paseo en coche duró un minuto aproximadamente, tiempo suficiente para que un agente de rasgos marcadamente teutones, explicara al detenido el estado de la situación: por el momento era inocente, los dueños del local no podían aportar pruebas que demostrasen lo contrario y además, esto ya como opinión personal, ellos -la policía- creían en la inocencia de este chico. Esta conversación se pudo llevar a cabo gracias a que el segundo idioma hablado por el teutón coincidía con el segundo idioma que a este chico le fue enseñado en la escuela y así, pudieron entenderse.

El chico de las gafas se encontraba postrado tras un mostrador, esperando el momento de no sabía muy bien qué, ya que si no había pruebas incriminatorias contra él, de qué le podrían acusar.
Tras llevar unos diez minutos esperando, se personaron en el inmueble sus amigos: intérpretes y testigos, porque atención, había testigos aquella noche que vieron como el chico de las gafas no golpeó la máquina, que no es lo mismo que no ser testigo de dicho acto. Ellos afirmaban rozando lo inverosímil que, tuvieron toda la noche los ojos clavados sobre su amigo y que este en ningún momento se acercó al aparato y que las gafas cayeron sobre su cara de forma fortuita.
Llegó el momento de la toma de datos. Una oficial de pelo rubio se acercó con un papel de tamaño din a4, lo depositó sobre el mostrador. Hacía rato que el joven tomó la decisión de no mentir acerca de su nombre, realmente a ojos de la policía era inocente y una persona inocente no tendría porque mentir sobre su verdadera identidad. De manera que el joven se dispuso a escribir la información que la oficial reclamaba.
Tal vez debido a la falta de comprensión del idioma o a una mezcla de dislexia y embriaguez, el caso es que donde el joven acusado debía escribir el nombre que le pusieron al nacer, escribió el nombre de la calle donde vivía, y como dirección del domicilio, su propio nombre. Quiso el destino que años atrás sus padres decidieran mudarse de la calle General Primo de Rivera, y comprar un piso en la calle Federico García Lorca, este sutil cambio de domicilio permitió al acusado adoptar la identidad de este genial poeta adscrito a la generación del 27, en lugar del dictador, que para más casualidad era coetáneo del primero.
Intérpretes y testigos observaban incrédulos la escena, como este joven se hacía pasar por el poeta más influyente del siglo XX en España, aunque desde luego, más perplejos se hubieran quedado si la señora agente de seguridad del estado se dirigiera al acusado llamándole General Primo de Rivera.
Una carcajada sonora le salió al chico de las gafas cuando escuchó a la señora policía repetir el nombre de uno de los testigos quien, este sí, con premeditación se renombró como Benito Camelas. La agente cada vez entendía menos la situación, y solo deseaba que el grupo se marchara de allí cuanto antes. A todo esto, el policía teutón se paseaba por detrás del mostrador sin percatarse de que llevaba las llamativas gafas de color rojo en forma de corazones asomándole por el bolsillo de la camisa, resultando aún más rocambolesca la situación.

Salieron al fin de la comisaría y se dirigieron rápidamente al reencuentro con los demás compañeros a quienes con toda seguridad, sabían donde encontrar.
Habían caminado escasos cinco minutos, cuando dos jóvenes de estética neonazi visualizaron al ya escarmentado grupo. Parece increíble pero cierto, la suerte que habían tenido hasta ahora pareció darles la espalda cuando fueron atacados con dos bengalas lanzadas desde la otra acera y que cayeron justo delante de ellos. Intérpretes y testigos corrieron hacia atrás, salvo el joven de las gafas y el testigo renombrado Benito Camelas, quienes continuaron andando hacia la cortina de humo. No podemos explicar este acto de chulería y desafío, solo decir que muy probablemente pensaron que esa noche un ‘ángel de la guarda’ estaba haciendo la jornada de su vida y no les iba a pasar absolutamente nada.
La banda sonora de la película ´ La muerte tenía un precio ´ debía sonar en la cabeza del chico de las gafas cuando atravesaba completamente a ciegas la espesa humareda. Anduvo varios metros sin ver más que humo y deseando, en lo más profundo de su ser no encontrarse de bruces con los dos individuos que intentaron intimidarles.

No podía creer lo que apareció delante de sus ojos cuando salió por completo de la nube. Una patrulla de la policía local se detuvo frente a ellos, bajaron del coche con rapidez y en un abrir y cerrar de ojos tenemos nuevamente a nuestro joven protagonista detenido. Era incapaz de decir nada, perplejo, se había quedado mudo.
El renombrado testigo Benito Camelas sí acertó a culpar a los dos energúmenos que se encontraban a escasos quince metros contemplando el panorama.
Durante unos instantes la indignación era patente por parte de los detenidos ya que, esta vez sí, eran completamente inocentes.
Da la casualidad que aquel día, la suerte estaba completamente del lado de nuestros protagonistas, y por azares del destino, bajó del asiento del piloto la chica rubia que acababa de registrar a Federico García Lorca en la comisaría de la ciudad. Al parecer su turno comenzaba a esas horas y se subió al coche nada más despachar al famoso poeta en las dependencias policiales.
Ella se encargó de arreglar el malentendido afirmando que esta gente venía de comisaría y estaban totalmente ´ limpios ´.

3 comentarios:

  1. ciertamente se trata de una explicación en detalle de lo ocurrido aquella noche. El hecho es que la opinión personal que se vislumbra en mitad del texto me hace pensar si el joven de gafas y el autor de esta entrada del blog no serán la misma persona, en cuyo caso se hubiera agradecido que hiciera honor a su "nombre" y hubiera introducido unos versos.
    de todos modos, buen articulo aunque largo, y blog sobrio donde los haya. enhorabuena.

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  2. Creo que el chico de las gafas no ingresó en la máquina el precio de las codiciadas gafas, sino que fué directamente a expoliarla.

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  3. ¡Vaya nochecita!. Entre la ironía y el sarcasmo, no hubiera estado mal que el autor hubiese incluído algún poema de Federíco García Lorca.

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