viernes, 30 de septiembre de 2011

En el mundo de los buitres

Me llamó la atención un sobre que se encontraba depositado junto al buzón de correos, fuera de su lugar, en el que se podía distinguir el logotipo de un conocido banco. Lo que realmente despertó mi curiosidad fueron unas palabras escritas a mano por una tercera persona. Me acerqué al objeto, debido a un fuerte impulso por comprobar qué decía el manuscrito y el impacto fue mayúsculo al leer “lleva muerto tres años”, aseveración que aparecía justo debajo del nombre del señor que, a efectos del banco, aun residía en mi comunidad. De súbito sentí un escalofrío, tenía entre mis manos las deudas de un cadáver.

Hace unos días una furgoneta negra estacionó justo delante de casa. En el lateral de la misma un rótulo rezaba “Tanatorio San Isidro”, y a los pocos minutos un cuerpo inerte era introducido en el vehículo.

Es de suponer que el destinatario de los recibos del banco, y el fallecido que salió el otro día por la puerta directo a la morgue, no son la misma persona. En caso contrario, el difunto habría esperado más de 36 meses para ver sus restos descansar, al fin, en el lugar que corresponde al mundo de los muertos. Mientras acumulaba deudas en el mundo de los vivos. O de los buitres.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Los mercados


Una carrillada de ternera con chutney de verduras, amenizado con media botella de vino, bastó para sumirme en un profundo sueño del que desperté tras producirse una catástrofe nuclear sin precedentes a la que sólo sobrevivimos los mercados y yo.
Los mercados son inmortales e impasibles a lo que sucede a su alrededor. Pero sobre todo son insaciables. En el momento del cataclismo, desayunaban en Nueva York y al mismo tiempo se daban un festín al otro lado del mundo. ¿Qué desea hoy el señor? preguntaba el sirviente. Hoy me apetece una bancarrota, dos rescates financieros y el barril de brent a 200 dólares, replicaba una corbata de nudo cruzado.

La imagen del mundo era desoladora; donde antes había edificios, ya sólo quedaban escombros; los cadáveres se amontonaban en las calles y una nube de ceniza cubría el cielo. No hay que ser muy avezado en materia apocalíptica para darse cuenta de que me encontraba ante el final de la raza humana.
Sin embargo, y pese a la dantesca situación, los mercados continuaron a lo suyo, como si nada hubiera pasado: la prima de riesgo subía y bajaba de manera esquizofrénica, Wall Street cerraba un día en números rojos, y al siguiente repuntaba con fuerza, mientras el mercado de derivados se derrumbaba.

Pero, cómo es posible que esto ocurra, me preguntaba, a quién va a afectar que las gasolinas se disparen si ya no hay vehículos que abastecer, ni fábricas que produzcan nada. Qué importa ya que los países quiebren si nadie los habita.
Me dispuse a llamar a los mercados para tratar de explicarles la absurda situación, pero para los mercados, que se mueven bajo una lógica indescifrable, estas cuestiones eran de orden secundario.

En los días sucesivos a la hecatombe, el FMI se mostraba preocupado por el endeudamiento de algunas naciones, y el BCE anunciaba la necesidad de nuevos recortes salariales, sin percatarse de que los sueldos iban a ser ingresados en las cuentas de la morgue.

No recuerdo si pasó una semana o dos meses, el caso es que me desperté frente a los restos de una carrillada recién ingerida y dos botellas de vino vacías.