viernes, 16 de septiembre de 2011

Los mercados


Una carrillada de ternera con chutney de verduras, amenizado con media botella de vino, bastó para sumirme en un profundo sueño del que desperté tras producirse una catástrofe nuclear sin precedentes a la que sólo sobrevivimos los mercados y yo.
Los mercados son inmortales e impasibles a lo que sucede a su alrededor. Pero sobre todo son insaciables. En el momento del cataclismo, desayunaban en Nueva York y al mismo tiempo se daban un festín al otro lado del mundo. ¿Qué desea hoy el señor? preguntaba el sirviente. Hoy me apetece una bancarrota, dos rescates financieros y el barril de brent a 200 dólares, replicaba una corbata de nudo cruzado.

La imagen del mundo era desoladora; donde antes había edificios, ya sólo quedaban escombros; los cadáveres se amontonaban en las calles y una nube de ceniza cubría el cielo. No hay que ser muy avezado en materia apocalíptica para darse cuenta de que me encontraba ante el final de la raza humana.
Sin embargo, y pese a la dantesca situación, los mercados continuaron a lo suyo, como si nada hubiera pasado: la prima de riesgo subía y bajaba de manera esquizofrénica, Wall Street cerraba un día en números rojos, y al siguiente repuntaba con fuerza, mientras el mercado de derivados se derrumbaba.

Pero, cómo es posible que esto ocurra, me preguntaba, a quién va a afectar que las gasolinas se disparen si ya no hay vehículos que abastecer, ni fábricas que produzcan nada. Qué importa ya que los países quiebren si nadie los habita.
Me dispuse a llamar a los mercados para tratar de explicarles la absurda situación, pero para los mercados, que se mueven bajo una lógica indescifrable, estas cuestiones eran de orden secundario.

En los días sucesivos a la hecatombe, el FMI se mostraba preocupado por el endeudamiento de algunas naciones, y el BCE anunciaba la necesidad de nuevos recortes salariales, sin percatarse de que los sueldos iban a ser ingresados en las cuentas de la morgue.

No recuerdo si pasó una semana o dos meses, el caso es que me desperté frente a los restos de una carrillada recién ingerida y dos botellas de vino vacías.

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