Dirigía mis pasos por una céntrica calle de la capital sin haberme percatado de su presencia. Me encontraba absorto, con los ojos
puestos en la lontananza, ajeno al inminente encontronazo. Impávida, serena, osada,
esperaba mi llegada. El primer contacto fue una auténtica escabechina. Los
transeúntes que circundaban la zona observaban atónitos mis movimientos
convulsivos, llenos de ira, expresiones corporales de la más absoluta
impotencia. La excrecencia quedó adherida a mi zapato, y una vez perdió su
configuración original, la voluptuosidad que su creador le había imprimido
se redujo a una simple mancha en el pavimento.
Dice el saber popular que este tipo de encuentros dan
suerte; veremos si es cierto, porque ya van tres este mes. Si al final se descubre
esta creencia como cierta y me toca la lotería, no dudaré en escribir al
Ayuntamiento para agradecerle que mantenga así las calles, plagadas de
suerte, pensando siempre en el ciudadano.
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