martes, 22 de febrero de 2011

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De pequeño tuve una casa que se convirtió en mi juguete preferido, más que nada porque podía construirla, destruirla y volverla a construir a mi antojo. Sin embargo, un día, en pleno proceso de demolición perdí la s, de manera que me quedé con una caa, lo que viene a ser algo inservible; busqué por todas partes en busca de la s extraviada, sin resultados; tan sólo encontré una p, y pensé que podría servirme poniéndola en el lugar de la s. Y así, de súbito, tuve que olvidarme de la casa y hacerme cargo de la capa, como el que pasa de la niñez a otros asuntos de forma repentina. Jugué mucho con aquella capa; me imaginaba sobrevolando todas las ciudades a mis anchas. Pero la capa envejeció rápido y se le terminó cayendo la primera a. Fui a buscar esta vocal a la caja de herramientas de mi padre, pero no quedaban. La que sí encontré, camuflada entre las arandelas, fue una o sin apenas uso; la puse donde la a, obteniendo una copa estupenda de la que he estado bebiendo hasta el otro día en el que se me cayó al suelo y se rompió. He de decir que se partió justamente por la p, esa p con la que hacía años había fabricado mi capa. Frente a esta situación, necesitaba de nuevo una consonante, para no quedarme con una simple coa, cuyo significado sólo puede referirse a las iniciales de algo. De esta forma, comenté el infortunio a alguien que se sacó del bolsillo una m: -tómala, igual te sirve- me dijo, y efectivamente, con esa letra obtuve una coma. Aparentemente no parece gran cosa, pero sí lo es. Ahora puedo colocarla donde quiera, en mitad de una frase ilógica para darle sentido, incluso para cambiarle el significado.

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